En un extremo del bosque, con el paso del tiempo, lluvias y erosiones, se
había quedado algo alejado un alcornoque. Era un árbol robusto, de casi 15
metros de alto, con su corteza grisácea y corchosa profundamente agrietada por
una vejez ya centenaria y ligeramente oscurecida en los huecos que el tiempo
había provocado en algunas partes de su corteza.
Hacía muchos años ya, que había perdido una de sus más grandes ramas, por
culpa de un rayo que le dio de pleno una noche de tormenta. No pudo hacer nada,
más que aceptar esa mutilación, contemplándola, como parte de él mismo,
yaciendo a sus pies desde aquella noche.
Había salido el sol ya completamente, y un pequeño gorrión se poso sobre el
tronco a sus pies. De forma saltarina, tanteo el centímetro donde se había
posado, miró nerviosamente a su derecha e izquierda y picoteo su corteza hasta
sentirse del todo seguro en él.
El tronco le dijo:
- ¡ Qué suerte la
mía¡ llevo aquí postrado casi 100 años, amputado de mi tronco y tendido en este
suelo, que sólo humedad sabe darme, el sol no me rodea cada mañana y ya ni
recuerdo el sabor de mi savia. Sin embargo, tú cada mañana sin remedio, te
posas encima mío, me picoteas y te vas sin más hasta el día siguiente. No es
justo, ¿no crees gorrión?
El gorrión, con su pensamiento más ocupado y atento a la comida que tenía
que encontrar para su nido aquella, como todas las mañanas, se quedo pensando
en lo que le había dicho el tronco y le contestó:
- Tienes razón, no me gustaría ser tú ni encontrarme en tu estado,
pero soy un pequeño gorrión, y no se hacer nada diferente cada día de lo que mi
bisabuelo, abuelo y mi padre me enseñaron que debía de hacer, dónde y cómo.
Sino lo hiciese así, me podría perder en el bosque, mis pequeños morir de
hambre sin comida y sin haberles enseñado como llegar hasta aquí, y tú quedarte
solo sin esta breve compañía, para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario